martes, 2 de agosto de 2011

INDULGENCIA DE LA PORCIÚNCULA por Luis de Sarasola, o.f.m.

Para llevar a pronta ejecución la cruzada de Tierra Santa, el más encendido anhelo de su vida y una de las decisiones del Concilio IV de Letrán, Inocencio III emprendió un viaje a la Alta Italia, a fin de arreglar personalmente las contiendas que dividían a las dos potentes ciudades marítimas, Génova y Pisa. Llegó a fines de mayo a Perusa, y aquí sucumbió el 16 de julio de 1216, a los cincuenta y seis años de edad. Eccleston asegura que Francisco se halló presente a la muerte de Inocencio.

Por entonces, 1 de agosto, prima die Kalendarum Augusti, fija fray Benito de Arezzo la concesión de la celebérrima Indulgencia de la Porciúncula. Nos ocupamos más adelante de las controversias sobre la historicidad de este suceso. Por encima de todas las divergencias, dos aspectos esenciales de la cuestión quedan firmemente indiscutidos:

1.° El gran perdón de las almas se concentra, como en un hogar celeste de misericordia y refugio, en la ermita de Santa María de la Porciúncula, cuna de la Orden Franciscana.

2.° Todo el amor de San Francisco a sus hermanos los hombres tiembla de emoción y ansias ardorosas en el relato de la concesión de la Indulgencia. Será o no será rigurosamente histórico el relato material; su plenitud de sentido moral y religioso es rigurosamente histórica y exacta. Como ocurre muchas veces, el mito o la leyenda es aquí más significativa y verdadera que la misma historia. He aquí el núcleo del relato:

«Estando el bienaventurado Francisco en Santa María de la Porciúncula, le fue revelado del Señor que se acercase al Sumo Pontífice Honorio III, que entonces se hallaba en Perusa, a fin de impetrar de él la indulgencia para la dicha iglesia de Santa María que había reconstruido. El papa Honorio permaneció en Perusa hasta el 12 de agosto. Levantándose Francisco de mañana, llamó a su compañero fray Masseo de Marignano, se presentó con él al dicho señor Honorio y le dijo:

-- Santo Padre, hace poco reparé para Vos una iglesia en honor de la Virgen, madre de Cristo; suplico a Vuestra Santidad que pongáis allá indulgencia sin ofertas.

Le respondió que convenientemente no podía hacerse esto, pues el que pide indulgencia, menester es que la merezca aportando ayuda:

-- Pero indícame cuántos años quieres y qué indulgencia deseas se ponga allá.

A lo que respondió San Francisco:

-- Santo Padre, plegue a Vuestra Santidad darme no años, sino almas.

Y el señor Papa le dijo:

-- ¿Cómo quieres las almas?

El bienaventurado Francisco respondió:

-- Santo Padre, si a Vuestra Santidad le agrada, quiero que cualquiera que venga a esta iglesia confesado y contrito y absuelto como conviene por el sacerdote, quede libre de pena y de culpa en el cielo y en la tierra desde el día del bautismo hasta el día y la hora que entró en esta dicha iglesia.

El señor Papa le respondió:

-- Mucho pides, Francisco, pues no es costumbre de la Curia romana conceder tal indulgencia.

El bienaventurado Francisco le replicó:

-- Señor, no lo pido de mí; lo pido de parte del que me envió, el Señor Jesucristo.

Entonces el señor Papa exclamó tres veces:

-- Pláceme que la tengas.

Los señores cardenales que estaban presentes respondieron:

-- Mirad, señor, que si a éste le concedéis tal indulgencia, destruís la indulgencia de Ultramar, y se reduce a la nada y por nada será tenida la indulgencia de los apóstoles Pedro y Pablo.

Respondió el señor Papa:

-- La hemos dado y concedido, y no es conveniente revocar lo hecho. Pero la modificaremos fijándola en un solo día natural.

Llamó entonces a San Francisco y le dijo:

-- ¡Ea!, concedemos desde ahora que cualquiera que viniere y entrare en dicha iglesia bien confesado y contrito, quede absuelto de pena y de culpa, y queremos que esto sea valedero perpetuamente todos los años, solamente por un día natural, desde las primeras vísperas del día hasta las vísperas del día siguiente.

Entonces Francisco, después de inclinar con reverencia la cabeza, comenzó a salir del palacio. Viendo el Papa que se iba, le llamó y le dijo:

-- O simplicione! ¿Adónde vas? ¿Qué garantías llevas tú de la indulgencia?

Y el bienaventurado Francisco respondió:

-- Me basta vuestra palabra. Si es obra de Dios, Él mismo la manifestará. No quiero otro instrumento, sino que la bienaventurada Virgen María sea la carta, Cristo el notario y testigos los ángeles.

Él tornó de Perusa hacia Asís, y llegando a medio camino, al lugar que se llama Collestrada, donde había hospital de leprosos, descansando un poco con su compañero, se durmió. Despertóse, y después de la oración llamó al compañero y le dijo:

-- Fray Masseo, dígote de parte de Dios que la indulgencia que me ha concedido el sumo Pontífice ha sido confirmada en los cielos» (Diploma del obispo Teobaldo).


Aclaración histórica



El origen de la Indulgencia de la Porciúncula es uno de los sucesos más discutidos en la vida de San Francisco. Las leyendas franciscanas del siglo XIII no hablan de ella; tampoco se publicó ningún diploma de la Cancillería romana referente a su concesión. Los enemigos de la Indulgencia apoyáronse en este silencio para negarle todo valor con argumentos teológicos y eclesiásticos, a los que contestó cumplidamente en 1279 el ardiente y genial pensador franciscano Pedro Juan Olivi. Los partidarios del Perdón fueron agrupando testimonios y referencias desde 1277 hasta 1310, poco más o menos, en que se fijó en sus rasgos esenciales la tradición histórica con el documento de fray Teobaldo, obispo de Asís. El suceso fue adornándose de elementos fantásticos maravillosos, que alcanzaron su plena evolución, después del relato de Michael Bernardi, en la narración del obispo de Asís, Conrado, en 1335.

No vamos a historiar las controversias que se han suscitado durante varios siglos hasta hoy. Dos años después de rechazar de plano los relatos de la tradición, Sabatier cambió totalmente de parecer; y fue el primero, entre los contemporáneos, que, planteando científicamente la cuestión sobre códices antiguos, publicó conclusiones definitivas a favor de la autenticidad histórica de la concesión de la Indulgencia por Honorio III a San Francisco. Los numerosos estudios publicados después de Sabatier han aportado poca luz sobre la materia; se limitan, en lo fundamental, a repetir sus argumentos. Solamente Fierens reanudó la labor de Sabatier con verdadera amplitud y espíritu científico, arribando por diversos caminos, con diferente coordinación de los códices manuscritos, a la misma conclusión definitiva: «El núcleo histórico de toda la floración legendaria de la Indulgencia de la Porciúncula se halla en la entrevista de San Francisco con el Papa Honorio III en Perusa, el año 1216».

Los fundamentos históricos de la autenticidad son:

1.º Testimonio notariado de fray Benito de Arezzo y de su compañero fray Rainerio de Mariano de Arezzo, en 1277: afirman haber oído de fray Masseo de Marignano el relato de la concesión de la Indulgencia, siendo el mismo Masseo el que acompañó a San Francisco a Perusa cuando se presentó a Honorio III y consiguió de él esa gracia.

2.º Testimonio de Pedro Zalfani de haber asistido él mismo a la consagración de Santa María de la Porciúncula y oído predicar a San Francisco delante de siete obispos, anunciando a todo el pueblo la Indulgencia.

3.º Testimonio de Jacobo Coppoli de haber oído, delante de testigos que nombra, a fray León, compañero del Santo, afirmar firmemente la verdad histórica de la concesión.

Estos tres testimonios, con otros varios que dicen lo mismo, se funden en el relato del obispo Teobaldo, hacia 1310. Los partidarios de la autenticidad refuerzan su opinión con el testimonio del beato Francisco de Fabriano, quien asegura de sí mismo que fue a Asís en agosto de 1268 a lucrar el Perdón de la Porciúncula. Otro de los testimonios autenticados es el del beato Juan de Alverna, personaje celebérrimo de las Florecillas: su relato confirma el de fray Benito y fray Rainerio de Arezzo, aportando más testigos.

No podemos discutir aquí uno por uno todos los testimonios, su grado de veracidad y la coordinación de todas las narraciones en el relato tradicional de Teobaldo. La plena solución depende, en mi concepto, de que sean auténticos los documentos. Fierens rechaza los testimonios de Zalfani y de Coppoli, porque hablan de un suceso que juzga improbable, la consagración de la iglesia de la Porciúncula; le parece también sospechosa la atestación de fray Benito, porque depone con demasiada pompa y solemnidad y alude a los "secretos de la Orden", secreta Ordinis, que, dice, nunca existieron. Y se atiene al testimonio de fray Marino, sobrino de fray Masseo, y de Juan de Alverna, como las únicas exentas de sospecha. Lemmens, en cambio, sin mencionar siquiera a fray Marino y a fray Juan de Alverna, insiste en la veracidad de los testigos rechazados por Fierens. Yo creo que esto es desplazar la cuestión del verdadero terreno científico. En mi concepto, antes que la veracidad de los testigos y testimonios debe discutirse la autenticidad de los documentos. ¿El testimonio de fray Benito y fray Rainerio se extendió verdaderamente ante notario el año 1277? ¿Este y los otros documentos fueron o no fabricados en las postrimerías del siglo XIII, para acallar las negaciones de los enemigos del Perdón? Ahí está para mí la más fuerte duda. Si los documentos son auténticos, no veo ninguna razón seria que permita dudar de la veracidad de su testimonio; se coordinan y completan mutuamente, y el relato tradicional del obispo Teobaldo adquiere firme consistencia histórica.

Lo mismo debemos decir del testimonio de Francisco de Fabriano, que conocemos a través de Waddingo. ¿El analista transcribió fielmente la forma original del documento?

Algunos sostienen que la autenticidad histórica de los orígenes de la Indulgencia de la Porciúncula está firme y definitivamente consolidada. Permítasenos dudar de esa definitiva firmeza. Hay quienes la niegan redondamente; otros vacilan, como nosotros; otros muchos afirman su autenticidad. Sea como fuere, las gentes piadosas no deben confundir la autenticidad histórica con la autenticidad canónica, que ningún católico niega. No se olvide tampoco que este suceso es un mero episodio en la vida de San Francisco, que puede y debe ser discutido críticamente, sin que por eso disminuya en un ápice su grandeza. La gloria inmortal de la humilde ermita restaurada por el Santo permanece intacta.


[Luis de Sarasola, O.F.M., San Francisco de Asís.
Madrid, Ed. Cisneros, 1960, págs. 248-251 y 576-580; suprimidas aquí las notas que lleva el libro]

Fuente: http://www.franciscanos.org/

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