Una noche, en el monte cercano a la Porciúncula, ardía Francisco de Asís en ansias de la salud de las almas, rogando con eficacia por los pecadores. Apareciósele un celeste mensajero, y le ordenó bajar del monte a su iglesia predilecta, Santa María de los Angeles. Al llegar a ella, entre claridades vivísimas y resplandecientes, vio a Jesucristo, a su Madre y a multitud de beatos espíritus que les asistían. Confuso y atónito, oyó la voz de Jesús, que le decía:
-- Pues tantos son tus afanes por la salvación de las almas, pide, Francisco, pide.
Francisco pidió una indulgencia latísima y plenaria, que se ganase con sólo entrar confesado y contrito en aquella milagrosa capilla de los Ángeles.
-- Mucho pides, Francisco -respondió la voz divina-; pero accedo contento. Acude a mi Vicario, que confirme mi gracia.
A la puerta esperaban los compañeros de Francisco, sin pasar adelante por temer a los extraños resplandores y las voces nunca oídas. Al salir Francisco le rodearon, y les refirió la visión; al rayar el alba, tomó el camino de Perusa, llevando consigo al cortés y afable Maseo de Marignano. A la sazón estaba en Perusa Honorio III, el propagador del Cristianismo por las regiones septentrionales, que debía unir su nombre a la aprobación de la regla de la insigne Orden dominicana.
-- Padre Santo -dijo el de Asís al antes Cardenal Cencio-, en honor de María Virgen he reparado hace poco una iglesia; hoy vengo a solicitar para ella indulgencia, sin gravamen de limosnas.
-- No es costumbre obrar así -contestó sorprendido Honorio-; pero dime cuántos años e indulgencias pides.
-- Padre Santo -replicó Francisco-, lo que pido no son años, sino almas; almas que se laven y regeneren en las ondas de la indulgencia, como en otro Jordán.
-- No puede conceder esto la Iglesia romana -objetó el Papa.
-- Señor -replicó Francisco-, no soy yo, sino Jesucristo, quien os lo ruega.
En esta frase hubo tal calor, que ablandó el ánimo de Honorio, moviéndole a decir tres veces:
-- Me place, me place, me place otorgar lo que deseas.
Intervinieron los Cardenales allí presentes, exclamando:
-- Considerad, señor, que al conceder tal indulgencia, anuláis las de Ultramar y menoscabáis la de los apóstoles Pedro y Pablo. ¿Quién querrá tomar la cruz para conseguir en Palestina, a costa de trabajos y peligros, lo que pueda en Asís obtener descansadamente?
-- Concedida está la indulgencia -contestó el Papa-, y no he de volverme atrás; pero regularé su goce.
Y llamó a Francisco:
-- Otorgo, pues -le dijo-, que cuantos entren contritos y confesados en Santa María de los Ángeles sean absueltos de culpa y pena; esto todos los años perpetuamente, mas sólo en el espacio de un día natural, desde las primeras vísperas, inclusa la noche, hasta el toque de vísperas de la jornada siguiente.
Oídas las últimas palabras de Honorio, bajó Francisco la cabeza en señal de aprobación, y sin despegar los labios salió de la cámara.
-- ¿Adónde vas, hombre sencillo? -gritó el Papa-. ¿Qué garantía o documento te llevas de la indulgencia?
-- Bástame -respondió el penitente- lo que oí; si la obra es divina, Dios se manifestará en ella. No he menester más instrumento; sirva de escritura la Virgen, sea Cristo el notario y testigos los ángeles.
Con esto se volvió de Perusa a Asís. Llegando al ameno valle que llaman del Collado, en Collestrada, sintió impulsos de afecto, y se desvió de sus compañeros para desahogar su corazón en ríos de lágrimas; al volver de aquel estado de plenitud, de gozo y de reconocimiento, llamó a Maseo a voces:
-- ¡Maseo, hermano! -exclamó-. De parte de Dios te digo que la indulgencia que obtuve del Pontífice está confirmada en los cielos.
No obstante, corría el tiempo sin que Honorio, ocupado en atender a las Cruzadas, a la lucha con los maniqueos y a la pacificación de Italia, formalizase los despachos autorizando la proclamación de la otorgada indulgencia; el retraso atribulaba a Francisco. En mitad de una fría noche de enero se encontraba abismado en rezos y contemplaciones. Impensadamente le asaltó una sugestión violentísima; pensó que obraba mal, que faltaba a su deber trasnochando, macerándose y extenuándose a fuerza de vigilias, siendo un hombre cuya vida era tan esencial para el sostenimiento y prosperidad de su Orden. Discurrió que tanta penitencia pararía en enflaquecer y enajenar su razón, tocando en las lindes del suicidio, y le entró congoja. Para desechar esta tentación, nacida quizás del propio cansancio y debilidad de su cuerpo, se levantó, se desnudó el hábito, corrió desde su celda al obscuro monte, y no pareciéndole mortificación bastante el frío cruel, se arrojó sobre una zarza, revolcándose en ella. Manaba sangre de su desgarrada piel, y se cubría el zarzal de blancas y purpúreas rosas, fragantes, turgentes, frescas, como las de mayo. Exhalaba suave aroma la mata recién florida, y las hojas verdes, salpicadas con la sangre del Santo, se tachonaban de pintas bermejas o gotas de carmín. Una zona de blanca y fulgurosa luz radió disipando las tinieblas, y Francisco se encontró rodeado de innumerables ángeles:
-- Ven a la iglesia; te aguardan Cristo y su Madre -cantaban a coro sus inefables voces.
Francisco se levantó transportado y caminó entre un ambiente luminoso. En torno suyo revoloteaban como mariposas de fuego los serafines, y esplendían, cual luciérnagas magníficas, las aladas cabezas de los querubines; el monte se abrasaba todo sin consumirse en aquel sobrenatural foco de luz; resonaban acordes de deliciosa melodía; el suelo estaba cubierto de ricas alfombras y tapices de flores, sedas y oro; sobre su propio cuerpo veía Francisco una veste cándida, transparente como el cristal, relumbradora como los astros. Cogió Francisco de la zarza florida doce rosas blancas y doce rojas, entrando en la capilla. También deslumbraba el humilde recinto. Le bañaban ríos de claridad semejantes a oro líquido; envueltos en aureolas más inflamadas aún y en brillantes nubes de gloria, estaban Cristo y su Madre, con innumerables milicias celestiales, constelaciones de espíritus. Francisco cayó de rodillas, y fijo el pensamiento en sus constantes ansias, impetró la realización de la suspirada indulgencia, como si la vista de las hermosuras del cielo le impulsase a desear con más ardor que se abriesen sus puertas para el hombre. María se inclinó hacia su hijo, y éste habló así:
-- Por mi madre te otorgo lo que solicitas; y sea el día aquel en que mi apóstol Pedro, encarcelado por Herodes, vio milagrosamente caer sus cadenas [1 de agosto].
-- ¿Cómo, Señor -preguntó Francisco-, haré notoria a los hombres tu voluntad?
-- Ve a Roma -repuso- como la primera vez; notifica mi mandamiento a mi Vicario; llévale por vía de testimonio rosas de las que has visto brotar en la zarza; yo moveré su corazón y tu anhelo será cumplido.
Francisco se levantó; entonaron los coros de ángeles el Te Deum, y con último acorde de vaga y deleitosa armonía se extinguió la música, desvaneciéndose la aparición.
Fue Francisco a Roma con Bernardo de Quintaval, Ángel de Rieti, Pedro Catáneo y fray León, la ovejuela de Dios. Se presentó al Papa llevando en sus manos tres rosas encarnadas y tres blancas de las del prodigio, número designado en honra de la Trinidad. Intimó a Honorio de parte de Cristo que la indulgencia había de ser en la fiesta de San Pedro ad Víncula. Le ofreció las rosas, frescas, lozanas y fragantes, que se burlaban del erizado invierno. Se reunió el Consistorio, y ante las flores que representaban en enero la material resurrección de la primavera, fue confirmada la indulgencia, resurrección del espíritu regenerado por la gracia. Escribió el Papa a los obispos circunvecinos de la Porciúncula, citándoles para que se reunieran en Asís el primer día de Agosto, a fin de promulgar la indulgencia solemnemente. «En el día convenido -escribe uno de los cronistas del suceso-, concurrieron allí puntuales; con ellos gran multitud de las regiones comarcanas acudió también a la solemnidad. Apareció Francisco en un palco prevenido al efecto, con los siete obispos a su lado, y después de ferviente plática sobre la indulgencia obtenida, terminó diciendo que en el mismo día y todos los años perpetuamente, quien confesado y contrito entrase en aquella iglesia, lograría plena remisión de sus pecados. Oyendo los obispos a Francisco anunciar indulgencia semejante, se indignaron, exclamando que si bien tenían orden de hacer la voluntad de Francisco, no lograban creer que fuese la intención del Papa promulgar el indulto perpetuamente; en consecuencia se adelantó el obispo de Asís resuelto a proclamarlo por diez años solos; pero en vez de esto repitió involuntariamente las palabras mismas que Francisco había pronunciado; unos después de otros, pensando cada cual corregir al anterior, reprodujeron los obispos el primer anuncio. De esto fueron testigos muchos, tanto de Perusa cuanto de las inmediatas villas».
Así quedó solemnemente publicada y promulgada la gran indulgencia de la Porciúncula, rival por el concurso y la importancia de los más célebres jubileos de la Edad Media. A su misma extraordinaria amplitud se atribuye que ninguno de los primeros biógrafos del Santo de Asís haga mención explícita de ella, ni de las circunstancias que la precedieron. Cuando se cifraba en las Cruzadas la esperanza de la Europa y del cristianismo, sería imprudente e impolítico del todo, según observaban los Cardenales, esparcir el rumor de que los peregrinos de Asís lograban iguales gracias que los palmeros de Jerusalén. Hasta disposiciones de los Concilios vedaban cuanto pudiese en algún modo impedir o dilatar las Cruzadas. Por muchos años, pues, fue sólo conocida oralmente la indulgencia de la Porciúncula, y hasta medio siglo después del tránsito de Francisco no hallamos el primer documento auténtico de Benito de Arezzo, que dice así:
«En el nombre de Dios, Amén. Yo fray Benito de Arezzo, que estuve con el beato Francisco mientras aún vivía, y que por auxilio de la divina gracia fui recibido en su Orden por el mismo Padre Santísimo; yo que fui compañero de sus compañeros, y con ellos estuve frecuentemente, ya mientras vivía el santo Padre nuestro, ya después que se partió de este mundo, y con los mismos conferencié frecuentemente de los secretos de la Orden, declaro haber oído repetidas veces a uno de los susodichos compañeros del beato Francisco, llamado fray Maseo de Marignano, el cual fue hombre de verdad y clarísimo en su vida, que estuvo con el hermano Francisco en Perusa, en presencia del señor papa Honorio, cuando el santo pidió la indulgencia de todos los pecados para los que, contritos y confesados, viniesen al lugar de Santa María de los Angeles (que por otro nombre se llama Porciúncula) el primer día de las calendas de agosto, desde las vísperas de dicho día hasta las vísperas del día siguiente. La cual indulgencia, habiendo sido tan humilde como eficazmente pedida por el beato Francisco, fue al cabo muy liberalmente otorgada por el Sumo Pontífice, aunque él mismo dijo no ser costumbre en la Sede Apostólica conceder tales indulgencias (...)».
Muertos también ya entonces los testigos oculares del suceso, se echó de ver la conveniencia de registrarlo en forma legal y solemne. Al citado testimonio del compañero de San Francisco, Benito, se agregan otros muchos de obispos, canonistas, cronistas e historiógrafos.
No todos saben lo que significa una indulgencia; acaso la mayoría de los católicos lo ignora en parte. Es la parcial o total remisión de las penas temporales que expían los pecados en esta o la otra vida, aun después de la reconciliación entre Cristo y el alma. Anexa va de ordinario a la indulgencia una obra pía: una limosna para construir iglesias, fundar instituciones benéficas, cubrir, en suma, el presupuesto de la fe, de la caridad o del culto. Mas el requisito de la limosna constituye sólo lo exterior y formal de la práctica; lo esencial e interno estriba en la firme voluntad y propósito de renunciar al pecado, en la renovación del espíritu; así lo enseña la Iglesia, declarando el fruto de la indulgencia plenaria proporcionado a las disposiciones del alma que aspira a lograrlo, y de cuyo albedrío depende obtenerlo. Distinguíase la indulgencia del jubileo en que cabía en éste la absolución hasta de censuras o casos reservados enormísimos, exceptuándose la herejía y conmutación de votos, privilegio guardado sólo para los jubileos magnos.
Esto eran espiritualmente las indulgencias; socialmente podemos considerarlas como una manifestación internacional de mayor influencia para el adelanto de los pueblos que nuestras modernas Exposiciones. Difícil es que hoy nos formemos cabal idea de lo que significaba en la Edad Media un jubileo. Abría la Iglesia la fuente de sus gracias a las naciones sedientas, y especialmente a las milicias de la Cruz, aún más pródigas de su sangre que Roma de sus espirituales tesoros. Fueron acaso las indulgencias uno de los medios más potentes de civilización que empleó la gran civilizadora del orbe. Por ellas se comunicaban gentes de remotas comarcas, se establecía comercio activo, se roturaban vías de comunicación y se colgaban puentes sobre los abismos de los senderos de atajo. Por ellas tomaba la cruz el magnate, dejando la ociosidad de su castillo; al paso que con su espada combatía en Oriente, abarcaba su inteligencia nuevos horizontes, y traía en su pupila, al regresar, la luz de aquellas misteriosas comarcas. Con el producto de las indulgencias se edificaban hospitales y hospicios, comprándose además el cáliz y el humilde ornato del templo rural; el dinero bendecido se multiplicaba, bastando para innumerables buenas obras, que sólo puede contar Dios.
Del entusiasmo que en el alma del pueblo despertaban las indulgencias podemos juzgar por las crónicas que refieren el gran acontecimiento que, estremeciendo hasta las últimas fibras de la conciencia de Dante, dio por resultado la Divina Comedia. «El 22 de febrero de 1300 -escribe Ozanam-, publicó el Papa Bonifacio VIII las indulgencias del jubileo para todos los romeros que verdaderamente arrepentidos visitasen por espacio de quince días las basílicas de los Santos Apóstoles». Conmovió el anuncio del perdón a toda la cristiandad. Cruzaron las puertas de Roma hasta treinta mil personas cada día; llegaban así de las salvajes estepas de Ucrania y Tartaria, o de las frías montañas de Iliria, como de las floridas vegas valencianas y cordobesas, llevando los hijos en parihuelas a sus ancianos padres, las mujeres a sus hijos colgados del seno, y siendo las mozas sostenidas por sus hermanos; acampaban en las calles, dormían en los pórticos, comían en el regazo, bebían de las fuentes públicas; el número de romeros se calculó en dos millones. Tan deseadas eran las indulgencias, que aquel gran jubileo se impuso en algún modo a la Iglesia por un plebiscito: el pueblo recordaba tradicionalmente el jubileo de cien años antes, y exigía otro para comenzar el nuevo siglo.
Puede inferirse de aquí cuál sería el concurso a la indulgencia del valle de Asís, gratuita y como ninguna popular. Allí afluían cientos de miles de peregrinos, caravana patriarcal como la de las tribus de Israel en los primeros días de su éxodo: niños, mujeres, familias, aldeas enteras, cobijadas en un seto, bajo de un risco, por todos los rincones del venturoso valle. El jubileo determinaba una suspensión de discordias y luchas: la tregua de Dios. Sitiado Asís en cierta ocasión por las tropas de Perusa, el segundo día de Agosto se interrumpió el ataque, y los Menores perusinos pudieron entrar en la villa para obtener la indulgencia. A despecho de la providencia de Gregorio XV, que hizo extensivo el jubileo de la Porciúncula a todas las iglesias franciscanas del mundo, no menguó la concurrencia a la pequeña población de Asís.
Con respecto a la fecha de la concesión de esta gran indulgencia hay algunas dudas; ateniéndonos a las indagaciones de fray Pánfilo de Magliano, autor reciente y escrupuloso en materias cronológicas, la concesión de la indulgencia corresponde al año 1216, a enero de 1217 la determinación de la misma, y a las siguientes calendas de agosto la solemne publicación y congregación de la Porciúncula por siete obispos.
La víspera del solemne día llamaba a los fieles la Campana de la Predicación, una de las más antiguas y la que tocaba a la indulgencia; se cubría el campo de toldos y enramadas, que hacían fresca sombra, protegiendo contra los calores de agosto, y convidando a ello la hermosura de las noches, acampaban al raso los peregrinos. Al lucir el nuevo sol se verificaba la ceremonia de la absolución, descrita por el divino poeta, bajo el velo de misteriosa y bella alegoría, en el canto IX del Purgatorio (vv. 94-132): Llega el pecador a una puerta recóndita, a la cual conducen tres escalones, de blanco y pulimentado mármol el primero; de una piedra sombría, ruda y calcinada el segundo; el tercero de un pórfido de sangriento color. Son las tres condiciones de la penitencia: confesión sincera, contrición, satisfacción. El ángel, imagen del sacerdote, está sentado en lo alto; tiene en la mano la espada, con la cual toca la frente de los pecadores, al modo que el penitenciario hiere con su varita la cabeza de los peregrinos, que ve de hinojos delante. Empuña el ángel dos llaves, una de oro, otra de plata, símbolos de la autoridad y ciencia sacerdotales; ha recibido ambas de San Pedro; significan el ejercicio de una prerrogativa pontifical. Arrójase a sus pies el pecador, golpeándose tres veces el pecho, y pidiendo misericordia; el rito mismo de la confesión sacramental.
Al abrirse así con las sacras llaves las puertas del cielo, oleadas de bienaventuranza descendían sobre la Porciúncula, una especie de resplandor bañaba sus humildes muros, y en la serena noche del primer día de agosto los frailes en éxtasis veían revolotear por las naves blanca paloma; sobre el altar se aparecía la Madre Virgen, teniendo en su regazo al Niño, cuyas manecitas extendidas bendecían el recinto de paz, según la visión atribuida a fray Conrado de Ofida. Más tarde, para cubrir aquellas murallas toscas y resguardarlas como estuche precioso o joya inestimable, veremos alzarse, por el majestuoso plano de Vignola, las tres soberbias naves y gran rotonda de la Porciúncula actual. Acaso flota aún en su clara atmósfera el aroma de las rosas que abrieron sus cálices puros al contacto de un cuerpo más puro todavía.
[Emilia Pardo Bazán, San Francisco de Asís.
Segunda parte. Madrid, Ed. Pueyo, 1941, págs. 27-39]
Fuente: http://www.franciscanos.org
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