El sábado 16 de julio de 1216, Jacobo de Vitry llegaba a Perusa, donde temporalmente residía la Corte pontificia. Recién nombrado obispo de San Juan de Acre, antes de ir a tomar posesión de su sede, venía a recibir la consagración episcopal en la sobredicha ciudad. Apenas entrado en ella, supo que aquella misma mañana acababa de morir Inocencio III. Inocencio se había establecido en Perusa en mayo de 1216. Quería recorrer Toscana y Alta Italia para tratar de restituir la paz entre las ciudades rivales de Génova y Pisa, y acelerar los preparativos de la cruzada contra los Sarracenos.
Dos días tan sólo duró la vacante de la Santa Sede. Salió elegido Honorio III cuya avanzada edad y malograda salud permitían creer que no duraría mucho tiempo, pero que vivió, sin embargo, hasta el año 1227.
«El Papa que acaban de elegir -escribe Jacobo de Vitry- es un anciano excelente y piadoso, un varón sencillo y condescendiente, que ha dado a los pobres casi toda su fortuna».
Francisco debió de alegrarse al saber la elección de un Papa renombrado por su piedad y amor a los pobres. Quizás pensó que Dios mismo tomaba en sus manos la causa del santo Evangelio y, como muchos, creyó un tiempo que iba a realizarse la reforma de la Iglesia anunciada por el Concilio IV de Letrán.
En tal caso, podría suponerse que tan bellas esperanzas dieron, en parte, origen a la indulgencia de la Porciúncula, la cual siempre consideran como auténtica los más de los franciscanistas. Lo cierto es que refieren ellos a esta época un paso extraordinario que dio el Pobrecillo. Tal como ellos, lo relataremos a continuación, esforzándonos por creer en su historicidad tanto como en ella creen los mismos.
En su discurso de Letrán el año 1215, Inocencio III había señalado con el signo TAU a tres clases de predestinados: los que se alistaran en la cruzada; aquellos que, impedidos de cruzarse, lucharan contra la herejía; finalmente, los pecadores que de veras se empeñaran en reformar su vida. ¿Sugirieron a Francisco aquellas palabras el deseo de reconciliar con Dios el mundo entero, facilitando a los que no podían ir a Oriente, y a los privados de recursos con que ganar indulgencias, otros medios de participar también en la universal redención?
Sea lo que sea, un día del verano de 1216, el Pobrecillo partió para Perusa, acompañado del hermano Maseo.
La noche anterior, escribe Bartholi, Cristo y su Madre, rodeados de espíritus celestiales, se le habían aparecido en la capilla de Santa María de los Ángeles:
-- Francisco -le dijo el Señor-, pídeme lo que quieras para gloria de Dios y salvación de los hombres.
-- Señor -respondió el Santo-, os ruego por intercesión de la Virgen aquí presente, abogada del género humano, concedáis una indulgencia a cuantos visitaren esta iglesia.
La Virgen se inclinó ante su Hijo en señal de que apoyaba el ruego, el cual fue oído. Jesucristo ordenó luego a Francisco se dirigiese a Perusa, para obtener allí del Papa el favor deseado.
Ya en presencia de Honorio III, Francisco le habló así:
-- Poco ha que reparé para Vuestra Santidad una iglesia dedicada a la bienaventurada Virgen María, Madre de Dios. Ahora vengo a solicitar en beneficio de quienes la visitaren en el aniversario de su dedicación, una indulgencia que puedan ganar sin necesidad de abonar ofrenda alguna.
-- Quien pide una indulgencia -observó el Papa-, conviene que algo ofrezca para merecerla... ¿Y de cuántos años ha de ser esa que pides? ¿De un año?... ¿De tres?...
-- ¿Qué son tres años, santísimo Padre?
-- ¿Quieres seis años?... ¿Hasta siete?
-- No quiero años, sino almas.
-- ¿Almas?... ¿Qué quieres decir con eso?
-- Quiero decir que cuantos visitaren aquella iglesia, confesados y absueltos, queden libres de toda culpa y pena incurridas por sus pecados.
-- Es excesivo lo que pides, y muy contrario a las usanzas de la Curia romana.
-- Por eso, santísimo Padre, no lo pido por impulso propio, sino de parte de nuestro Señor Jesucristo.
-- ¡Pues bien, concedido! En el nombre del Señor, hágase conforme a tu deseo.
Al oír eso, los cardenales presentes rogaron al Papa que revocara tal concesión, representándole que la misma desvaloraría las indulgencias de Tierra Santa y de Roma, que en adelante serían tenidas en nada. Mas el Papa se negó a retractarse. Le instaron sus consejeros que al menos restringiera todo lo posible tan desacostumbrado favor. Dirigiéndose entonces a Francisco, Honorio le dijo:
-- La indulgencia otorgada es valedera a perpetuidad, pero sólo una vez al año, es decir, desde las primeras vísperas del día de la dedicación de la iglesia hasta las del día siguiente.
Ansioso de despedirse, Francisco inclinó reverente la cabeza y ya se marchaba, cuando el Pontífice lo llamó diciendo:
-- Pero, simplote, ¿así te vas sin el diploma?
-- Me basta vuestra palabra, santísimo Padre. Si Dios quiere esta indulgencia, él mismo ya lo manifestará si fuere necesario; que, por lo que me toca, la Virgen María es mi diploma, Cristo es mi notario y los santos Ángeles son mis testigos.
Y con el hermano Maseo se puso en camino para la Porciúncula.
Una hora habrían andado, cuando llegaron a la aldea de Colle, situada sobre una colina, a medio camino entre Asís y Perusa. Allí se durmió Francisco, rendido de fatiga; al despertar tuvo una revelación que comunicó a su compañero:
-- Hermano Maseo -le dijo-, has de saber que lo que se me ha concedido en la tierra, acaba de ratificarse en el cielo.
Celebróse la dedicación de la capilla el día 2 del siguiente agosto.
La liturgia de la fiesta, con las palabras que Salomón pronunciara en la inauguración del templo de Jerusalén (1 Re 8,27-29.43), parecía como hecha para aquella circunstancia. Desde un púlpito de madera, en presencia de los obispos de Asís, Perusa, Todi, Spoleto, Gubbio, Nocera y Foligno, anunció Francisco a la multitud la gran noticia:
-- Quiero mandaros a todos al paraíso -exclamó-, anunciándoos la indulgencia que me ha sido otorgada por el Papa Honorio. Sabed, pues, que todos los aquí presentes, como también cuantos vinieren a orar en esta iglesia, obtendrán la remisión de todos sus pecados. Yo deseaba que esta indulgencia pudiese ganarse durante toda la octava de la dedicación, pero no lo he logrado sino para un solo día.
Tal es, según los documentos que luego mencionaré, el origen del famoso Perdón de Asís.
* * *
No se puede negar que desde el principio suscitó vivísima oposición.
No acontecía entonces lo de ahora, que cualquier cristiano, sin gastar nada ni salir de la propia parroquia, puede ganar indulgencias plenarias en abundancia. En aquellos tiempos, solamente los peregrinos de Tierra Santa, de Roma y de Santiago de Compostela podían merecer semejante favor. Los demás lugares de romería, por ricos que fuesen en santas reliquias, eran mucho menos favorecidos, no pudiendo ofrecer a los visitantes más que unos cuantos días o años de indulgencia. Elevada a la categoría de los tres más célebres lugares de peregrinación de la cristiandad, la Porciúncula desvaloraba de repente aquellos innumerables santuarios de los cuales clérigos y monjes reportaban gloria y subsistencia. Se comprende que desplegasen éstos todo su celo en combatirla. ¿No se vio, acaso, a unos de ellos salir por los caminos y los puertos al encuentro de los peregrinos de Asís, para demostrarles que el privilegio franciscano era falso, e inducirles a desandar lo andado?
Hoy no se discute la validez de la indulgencia -repetidas veces confirmada por la Iglesia- sino sólo si se debe su concesión a la iniciativa de san Francisco.
En sentir de algunos críticos, son pura leyenda el viaje de Francisco a Perusa y el privilegio verbalmente arrancado al Papa Honorio; otros, en cambio, opinan que se trata de un hecho históricamente comprobado.
Los primeros alegan el silencio de los antiguos biógrafos del Santo, quienes, de ser cierto, no habrían pasado por alto un hecho tan glorioso para el mismo. Pues bien, ni Celano, ni san Buenaventura, ni los Tres Compañeros mencionan para nada tal concesión. Sólo cincuenta años después del suceso aparecen testimonios en su favor. ¿Qué fe se ha de dar, pues, a testigos tan tardíos?
Los partidarios de la autenticidad replican que era forzoso el silencio de los primeros biógrafos, y que no puede, por tanto, prevalecer contra testimonios que, con ser tardíos, no por ello son menos probatorios.
Si los referidos biógrafos callaron el hecho, fue porque muchos motivos les indujeron a guardar silencio.
Recuérdese, en efecto, que Francisco obtuvo la indulgencia contra el parecer de los cardenales, que la consideraban perjudicial para el éxito de la cruzada. Ahora bien, de haberse publicado algo acerca de ella, esos mismos prelados no hubieran perdonado medio de hacerla revocar. Lo sabía el Santo; y puesto que aborrecía tanto los conflictos con el clero como el andar solicitando privilegios en la Corte romana, guardóse con cautela de pedir confirmación de la indulgencia en la cancillería apostólica. Más aún, según Jacobo Coppoli, prohibió al hermano León hacer mención de ella, dejando a Dios el cuidado de manifestarla más tarde. A todo eso conviene agregar que los franciscanos mismos, encargados de recoger fondos para la cruzada, se oponían a que se hablase de un privilegio que podía comprometer el resultado de sus predicaciones. ¿No fueron esos motivos más que suficientes para que los biógrafos de la época guardaran silencio?
Pero pasó el tiempo, y con él la era de las cruzadas; los hermanos menores eran ya suficientemente poderosos en la Iglesia para proclamar a voces aquel secreto ya muy divulgado; y en 1277, por orden de Jerónimo de Ascoli, ministro general y futuro Papa, el hermano Ángel, ministro provincial de Umbría, empezó a reunir ante notario testimonios capaces de confundir a los adversarios del gran Perdón.
Entre los testigos citados estaban Benito y Rainerio de Arezzo, Pedro Zalfani y Jacobo Coppoli.
Los hermanos Benito y Rainerio atestiguaron haber oído al hermano Maseo contar repetidas veces la historia de la indulgencia en los términos que más arriba referimos. Pedro Zalfani, señor de Asís que, siendo joven, asistió a la dedicación de Santa María de los Ángeles, hizo un resumen del sermón pronunciado en aquella ocasión por san Francisco. Cuanto a Jacobo Coppoli, señor de Perusa, afirmó haber oído del hermano León el relato de las circunstancias en que el Papa concedió la indulgencia a san Francisco.
Es de notar que en la época de estos testimonios el gran Perdón de Asís era ya muy popular. Y muy pronto acudieron a Santa María de los Ángeles peregrinos de todas las regiones de Italia. Fue entonces, por el año 1308, habiendo recrudecido los ataques de los enemigos de la Porciúncula, cuando Teobaldo Offreducci, obispo de Asís, hizo levantar un acta formal que, en sentir del mismo, había de terminar con todas las impugnaciones.
Tal documento oficial originó indudablemente gran contrariedad entre los adversarios de la indulgencia, y la sigue originando hoy entre los críticos que niegan la autenticidad de la misma. Relata por menudo este diploma cómo fue concedido el gran privilegio; reproduce los testimonios de los testigos que ya conocemos, añadiendo el del hermano Marino, sobrino del hermano Maseo; luego acomete, con tono algo denigrante, a los contrarios, a los envidiosos e ignorantes, que con su boca pestilente, dice, se atreven a negar un privilegio reconocido tanto en Italia, como en Francia y España; privilegio, añade, que desde tantos años se predica a vista y ciencia de la Curia romana, privilegio que acaba de ratificar el Papa Bonifacio VIII, y del cual los cardenales mismos se aprovechan gustosos para obtener el perdón de sus pecados.
El diploma de Teobaldo Offreducci no acabó con los irreductibles, pero hizo vanos sus ataques; porque, a partir de esa época, el día 2 de agosto se congregaron cada año en Santa María de los Ángeles muchedumbres de peregrinos llegados de todas partes de Europa, viniendo a impetrar, «sin necesidad de ofrenda, la remisión de la pena merecida por sus pecados».
Más tarde, como es sabido, los Papas extendieron generosamente el mismo privilegio a las iglesias del mundo entero, con lo cual ya solamente los eruditos siguieron disputando acerca de la indulgencia franciscana.
[Omer Englebert, Vida de San Francisco de Asís.
Santiago de Chile, Cefepal, 1973, págs. 234-244]
Fuente: http://www.franciscanos.org
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