Pronto se le juntaron algunos discípulos: Bernardo de Quintaval,varón principal y riquísimo; Pedro de Catania, canónigo de Asís; Egidio (fray Gil), hijo de un propietario de la ciudad. No les impuso largas prácticas. Le bastaba una prueba: renunciar a todos los bienes e ir a pedir de puerta en puerta. Acudieron otros compañeros. El Santo empezó a enviarlos a misionar, de dos en dos, por los valles del Apenino y los llanos de Umbría, de las Marcas y de Toscana. Cuando llegaron a doce, ya no cabían en la Porciúncula.
Pasaron a vivir a un caserón más amplio, cerca de Rivo Torto. Allí escribió Francisco una regla sencilla y corta, y quiso someterla al Papa. Los frailes partieron para Roma, donde reinaba Inocencio III. Los cardenales no accedieron a aprobarla; el Papa, a pesar de su buena voluntad, sólo dio a Francisco esperanza de que algún día fuera aprobada.
Por entonces, sin duda, tuvo el Pontífice aquella visión que refieren los antiguos biógrafos y que representaron los artistas. Vio en sueños que la Basílica de Letrán, madre y cabeza de todas las Iglesias, amenazaba gran ruina y se venía ya al suelo, cuando un pobrecito hombre vestido de tosco sayal, descalzo y ceñido con recia cuerda, puso sus hombros bajo las paredes de la iglesia, y de un vigoroso empujón la levantó y enderezó de tal manera que pareció luego más recta y sólida que nunca.
Otra vez fue el Santo al palacio de Letrán y expuso al Papa su demanda. Con ver Inocencio III la humildad, pureza y fervor de Francisco, y acordándose de la visión, abrazó conmovido al Poverello, lo bendijo a él y a todos sus frailes, confirmó su regla y les mandó que predicasen penitencia. Antes que dejasen a Roma, recibieron de manos del Cardenal Juan Colonna la tonsura con la que ingresaban en el clero, y quizá aun San Francisco fue ordenado diácono. Era el verano de 1209.
La comunidad franciscana volvió a Rivo Torto; a los pocos meses pasó a residir cerca de la capilla de la Porciúncula, en un lugar que los Benedictinos de Subiaco cedieron al Santo y que fue la cuna de la Orden. Los frailes vivían en chozas construidas con ramas y lodo; a falta de mesas y sillas, se sentaban en el suelo; por cama tenían sacos llenos de paja. Ocupaban el tiempo en la oración y el trabajo.
El alma y la vida de Francisco,“el Pregonero del gran Rey”, fueron las de un intrépido apóstol e insigne misionero de su siglo. No fue sin duda predicador profesional. No tenía los estudios teológicos necesarios para emprender la predicación dogmática, y el Papa sólo le permitió predicar la moral de la penitencia. Pero, ¡con qué maravilloso poder de convicción trató este tema!
Por una sociedad que era un hervidero de codicias y desenfrenados odios, pasaban Francisco y sus frailes con los pies descalzos, la soga en la cintura y los ojos clavados en el cielo, mostrando serenísimo gozo en medio de su absoluta pobreza, amándose con ternura, y predicando la paz y la caridad con la palabra y con el ejemplo.