S. S. BENEDICTO XV
LA TERCERA ORDEN FRANCISCANA
Encíclica «Sacra propediem»
con ocasión del VII centenario
de la fundación de la Tercera Orden Franciscana
(6 de enero de 1921)
LA TERCERA ORDEN FRANCISCANA
Encíclica «Sacra propediem»
con ocasión del VII centenario
de la fundación de la Tercera Orden Franciscana
(6 de enero de 1921)
A los patriarcas, primados, arzobispos, obispos y demás ordinarios del lugar en paz y comunión con la Sede Apostólica.
Venerables Hermanos: Salud y bendición apostólica.
1. Motivo de la Encíclica. Oportunísimo nos parece celebrar con grandes fiestas religiosas el séptimo centenario de la fundación de la Tercera Orden de Penitencia. A recomendarla a todo el orbe católico con nuestra autoridad apostólica, nos induce sobre todo la bien conocida utilidad que de ello ha de provenir a todo el pueblo cristiano, y además motivos particulares que personalmente nos atañen. En efecto, cuando en el año 1882, todo el mundo de los buenos ardía en fervoroso entusiasmo hacia el Santo de Asís, con motivo de la celebración del séptimo centenario de su natalicio, recordamos con fruición que también Nos quisimos contarnos entre los alumnos del gran Patriarca, y recibimos el santo hábito de los Terciarios en el célebre templo de “María in Capitolio”, a cargo de los Minoritas. Y ahora que por la divina voluntad ocupamos la cátedra del Príncipe de los Apóstoles, aprovechamos con el mayor placer la ocasión que se nos ofrece -satisfaciendo así al mismo tiempo la devoción que tenemos a san Francisco- para exhortar a cuantos hijos de la Iglesia andan diseminados por todo el mundo, a que abracen con fervor la Tercera Orden del santísimo Varón -instituto que tan maravillosamente responde a las necesidades de la sociedad actual- o a que en él cuidadosamente perseveren.
2. Verdadero espíritu de san Francisco. Ante todo conviene que cada cual fije sus ojos en los verdaderos rasgos del espíritu de san Francisco; pues el hombre de Asís que nos pintan algunos en nuestros días, pergeñado en el estudio de los modernistas, como poco afecto a esta cátedra apostólica, y como dechado de cierta vana y etérea religiosidad, ese tal no puede llamarse Francisco, ni santo.
En verdad, a tan excelsos e inmortales méritos de Francisco en pro de la religión -por los que mereció con razón ser llamado “sostén dado por Dios a la Santa iglesia” en aquellos peligrosísimos tiempos- se añadió a manera de cúmulo esta Tercera Orden, que es la mejor demostración de la grandeza y fuerza de aquel fervoroso ardor que impulsaba a Francisco a propagar por todas partes la gloria de Jesucristo. Y en efecto, al considerar detenidamente los males que por entonces afligían a la Iglesia de Dios, emprendió Francisco con increíble empeño la tarea de reajustarlo todo a la ley cristiana.
Para ello fundó dos familias -una de hermanos, de hermanas otra-, cuyos miembros, ligados por votos solemnes, se comprometían a seguir la humildad de la cruz; y como no pudiese recibir en el claustro a la inmensa multitud que de todas partes a él acudía, ávida de someterse a su disciplina, determinó dar lugar para adquirir la perfección cristiana aun a aquellos que vivían en medio de los negocios de la vida secular. Por tanto, instituyó otra verdadera Orden, llamada de los Terciarios, cuyos miembros no se ligaban ciertamente con votos religiosos como los de las dos primeras, pero si participaban de la misma sencillez y del mismo espíritu de penitencia. Así, pues, Francisco fue el primero que, con el auxilio de Dios, vino a idear y realizar con toda felicidad lo que ningún otro de los fundadores de Ordenes regulares se había atrevido nunca a soñar, a saber, hacer común a todos el tenor de la vida religiosa.
Hazaña de la que escribió Tomás de Celano con frase lapidaria: «¡Magnífico operario aquél! Con sólo que se proclame su forma de vida, su regla y doctrina, contribuye a que la Iglesia de Cristo se renueve en los fieles de uno y otro sexo y triunfe la triple milicia de los que se han de salvar» (1 Cel 37). De este testimonio de un varón coetáneo y de tanta autoridad, por no aducir otros, fácilmente se colige cuán profunda y extensa conmoción produjo Francisco en los pueblos con su instituto, y cuán grande y saludable renovación de costumbres provocó en ellos. Y así como no cabe dudar que Francisco fue el autor de la Tercera Orden, lo mismo que de la Primera y Segunda, así tampoco se puede negar que fue él mismo su sapientísimo legislador. En esto le prestó gran ayuda, según referencias, el cardenal Ugolino, aquel que más tarde ilustró esta sede apostólica con el nombre de Gregorio IX; aquel que, como de íntimo amigo, se sirvió de él mientras vivió, y que más tarde construyó sobre la sepultura del Santo un soberbio y hermosísimo templo. Sin embargo, fue nuestro predecesor el papa Nicolás IV el que confirmó solemnemente y aprobó laRegla de los Terciarios, como nadie lo ignora.
3. Espíritu de la Tercera Orden. Pero no es nuestro propósito, Venerables Hermanos, insistir en lo que venimos diciendo: lo que nos interesa sobre todo es hacer resaltar el ingenio y el espíritu propio de este instituto, del cual -como antaño- se promete la Iglesia grandes utilidades para el pueblo cristiano en estos tiempos tan enemigos de la virtud y de las creencias. Y a la verdad, nuestro predecesor León XIII de feliz memoria, profundo conocedor de los problemas y circunstancias de su época, a fin de mejor acomodar la disciplina de los Terciarios a los diversos estados de cada individuo, en la Constitución Misericors Dei Filius del año 1883 atemperó con suma prudencia las leyes y reglas de la Tercera Orden «a las presentes circunstancias de la sociedad» mediante el cambio de aquellas reglas «de menor importancia que parecen poco acomodadas a las costumbres modernas». «Y no se piense, dice, que con esto se ha mermado nada a la naturaleza de la Orden, la cual es nuestra voluntad que permanezca íntegra y sin mudanza».
Por tanto, cualquier cambio llevado a cabo en esta materia es puramente extrínseco y no afecta ni a su espíritu, ni a su naturaleza, que continúa siendo tal cual su santísimo autor quiso que fuera. Y a la verdad, muchísimo habría de contribuir, a nuestro parecer, a la enmienda de las costumbres tanto privadas como públicas el espíritu de la Tercera Orden, empapado como está en la sabiduría evangélica, si de nuevo se reprodujera y multiplicara, tal como cuando Francisco con obras y palabras predicaba el reino de Dios.